Otra Vez Pinochet, y el juez Guzmán
En su reciente viaje a España, el juez Juan Guzmán, que ha intentado juzgar a Pinochet, ha declarado que no cree probable que el ex dictador sea finalmente procesado por las violaciones a los derechos humanos durante su dictadura. Según Guzmán, no hay voluntad política. Y hay todavía demasiados criminales sueltos, algunos de ellos incrustados en las mismas instituciones desde donde cometieron sus atrocidades (las fuerzas armadas). Otros son diputados de partidos de derecha. El juez Guzmán dijo también que los jueces de la Corte Suprema habían colaborado a sabiendas con la dictadura.
Si lo hubiese dicho otro, la prensa y la opinión lo habría tildado de extremista o exagerado. En Chile no ha terminado completamente la dictadura. Muchos de sus criminales, empezando por Pinochet, viven libres -aunque por ley o moral debiesen estar muertos o encarcelados. Un importante instrumento de la dictadura fue el poder judicial. Los jueces chilenos -nunca tan probos tampoco- cedieron a la intimidación y al chantaje y e hicieron la vista gorda, permitiendo los secuestros ilegales, detenciones y desapariciones que caracterizaron la cobardía pinochetista. Esos jueces todavía viven. Algunos todavía hacen parte de la Corte Suprema. Lo dijo Guzmán con todas sus letras.
Y esos esbirros y títeres todavía siguen ahí por voluntad del presidente de la república. Cuando uno se da cuenta, tiembla. Es el presidente de Chile quien impide que Pinochet sea llevado a justicia. Obviamente -todo el mundo lo sabe en ese país- los jueces de la Corte, que son nombrados por el presidente, suelen votar obedeciendo las órdenes de palacio. Si la Corte decide no procesar a Pinochet, quiere decir que el gobierno chileno -con su presidente Lagos a la cabeza- no quiere hacerlo.
Lagos ha tenido una conducta absolutamente repugnante en torno al caso de Pinochet y las víctimas del terrorismo fascista. Cuando el juez español Garzón intentó juzgarlo en España, Lagos, otrora perseguido por la bestia, defendió a brazo partido su expulsión a Chile, para evitar que fuera extraditado a España, donde los jueces no parecen doblegarse con tanta gracia ante la voluntad política del jefe de la guardia. Lagos ha actuado con hipocresía y doblez. No se puede esperar nada bueno de un personaje tan arrastrado ante el poder de las clases altas y las instituciones que se negó durante años a recibir a los familiares de desaparecidos -todo al mismo tiempo que recibía en palacio a conocidos asesinos, uniformados y otros.
Lagos no juzgará a Pinochet. ¿Acuerdos? ¿Cobardía? ¿Interés? ¿Dinero?
En cierto sentido, Lagos es hijo de Pinochet. Lo digo en el sentido de que ahora es posible en ese país encontrar cosas que creíamos imposibles. Cosas que antes se creía que era privilegio del Caribe: generales semi-animales, pederastas uniformados, presidentes chulos que, como Calígula, convirtieron los palacios de gobierno en burdeles de cónsules angloparlantes. Allá puede ocurrir que los directores de ministerios y cosas similares son parentela del presidente; puede ocurrir que los cónsules sean las exes incluso apolíticas de ministros otrora rojos. Allá el salario de un alto funcionario puede ser 100 veces el de un obrero.
El presidente de Chile es socialista.
El legado de la dictadura es también una enorme lacra moral en la sociedad chilena, un país sometido al terror durante 17 años, y más, y que ha logrado convencer a sus capas más frágiles desde un punto de vista moral, de que la dictadura fue algo más que una máquina de crímenes y robos. Sin embargo, queda cada vez más en claro que Pinochet y sus primos argentinos tienen más de asesinos en serie, como el llamado BTK, que de hombres de estado -que nunca fueron- y que sus acciones políticas no se explican únicamente por razones políticas sino por la sed de sangre de la jauría uniformada.
En Argentina, los criminales torturaron y asesinaron a jóvenes inocentes, acusándoles de actos terroristas que nunca cometieron. Se les persiguió y asesinó y a las mujeres parturientas se les extrajeron sus hijos de sus vientres, antes o después del asesinato, para venderlos o donarlos a familias de chacales. Un sacerdote católico torturaba a inocentes recogidos en la calle y exigía rescate a sus familiares. Luego los mataba e incluía en la lista de rebeldes eliminados. Este mismo sacerdote contó con la protección de una iglesia chilena cuando el cura asesino fue descubierto.
En Chile no llegaron los generales a involucrarse en este tipo de negocios. Pero los crímenes que cometieron u ordenaron cometer los acerca mucho a los matones argentinos. Pinochet, para citar un ejemplo, ordenó decapitar a dos activistas, cuyos cuerpos fueron arrojados al jardín de la embajada italiana. Emulando a seres como Stalin o Hitler, implementó en los primeros años de la dictadura una campaña de torturas sistemáticas de la población en general -las guarniciones militares recibían cuotas de personas a las que debían detener; los detenidos no eran informados de la causa de su detención, no se inscribían en los libros, no se dejaba registro, no eran interrogados: simplemente se les torturaba toda la noche y se les echaba a la calle por la mañana. Se calcula que más de 150.000 personas fueron sometidas a torturas bajo este sistema.
La dictadura de Pinochet no se dirigía contra la gente de izquierda o los disidentes (pues también los hubo de derechas), sino contra el pueblo de Chile. El anticomunismo de Pinochet -de última hora- no era más que una excusa. Las clases altas permitieron que Pinochet custodiara sus propiedades y su orden social y político; la hiena exigió a cambió mano libre para matar y robar. Sus condiciones fueron aceptadas. Pero su anticomunismo no era político; era su manera de satisfacer sus instintos criminales, y su manera de justificar asesinatos y robos. Mientras robara y matara a supuestos izquierdistas, las clases dominantes se quedarían calladas; y si no había izquierdistas a mano, pues se les podía inventar y pegarle la etiqueta a cualquier ciudadano, como ocurrió con cientos de miles de personas en Chile. Fue el compromiso este los amos y un perro.
Mientras la sociedad chilena, y otras latinoamericanas que sufrieron esos terribles e inhumanos regímenes, sigan pensando que esas dictaduras se explican por cuestiones políticas, no se habrán curado de la corrupción moral que extendió el régimen. Aceptar que Pinochet tuvo motivos políticos para imponer su dictadura, es aceptar su propia y falsa versión de las cosas. La gente que supone que Pinochet es un personaje político cree que eso excusa sus crímenes y robos, y se colocan por ello en el mismo nivel que la hiena.
Los que protegen a Pinochet no admitirán nunca que la bestia es menos que un personaje político y más un asesino en serie con todo un país de donde extraer víctimas. Mientras no se comprenda que el ex dictador será un personaje en la historia de la criminología y de la página roja de Chile, y no un personaje político, no vivirán los chilenos en concordia.
Los que le protegen son sus cómplices.
Si lo hubiese dicho otro, la prensa y la opinión lo habría tildado de extremista o exagerado. En Chile no ha terminado completamente la dictadura. Muchos de sus criminales, empezando por Pinochet, viven libres -aunque por ley o moral debiesen estar muertos o encarcelados. Un importante instrumento de la dictadura fue el poder judicial. Los jueces chilenos -nunca tan probos tampoco- cedieron a la intimidación y al chantaje y e hicieron la vista gorda, permitiendo los secuestros ilegales, detenciones y desapariciones que caracterizaron la cobardía pinochetista. Esos jueces todavía viven. Algunos todavía hacen parte de la Corte Suprema. Lo dijo Guzmán con todas sus letras.
Y esos esbirros y títeres todavía siguen ahí por voluntad del presidente de la república. Cuando uno se da cuenta, tiembla. Es el presidente de Chile quien impide que Pinochet sea llevado a justicia. Obviamente -todo el mundo lo sabe en ese país- los jueces de la Corte, que son nombrados por el presidente, suelen votar obedeciendo las órdenes de palacio. Si la Corte decide no procesar a Pinochet, quiere decir que el gobierno chileno -con su presidente Lagos a la cabeza- no quiere hacerlo.
Lagos ha tenido una conducta absolutamente repugnante en torno al caso de Pinochet y las víctimas del terrorismo fascista. Cuando el juez español Garzón intentó juzgarlo en España, Lagos, otrora perseguido por la bestia, defendió a brazo partido su expulsión a Chile, para evitar que fuera extraditado a España, donde los jueces no parecen doblegarse con tanta gracia ante la voluntad política del jefe de la guardia. Lagos ha actuado con hipocresía y doblez. No se puede esperar nada bueno de un personaje tan arrastrado ante el poder de las clases altas y las instituciones que se negó durante años a recibir a los familiares de desaparecidos -todo al mismo tiempo que recibía en palacio a conocidos asesinos, uniformados y otros.
Lagos no juzgará a Pinochet. ¿Acuerdos? ¿Cobardía? ¿Interés? ¿Dinero?
En cierto sentido, Lagos es hijo de Pinochet. Lo digo en el sentido de que ahora es posible en ese país encontrar cosas que creíamos imposibles. Cosas que antes se creía que era privilegio del Caribe: generales semi-animales, pederastas uniformados, presidentes chulos que, como Calígula, convirtieron los palacios de gobierno en burdeles de cónsules angloparlantes. Allá puede ocurrir que los directores de ministerios y cosas similares son parentela del presidente; puede ocurrir que los cónsules sean las exes incluso apolíticas de ministros otrora rojos. Allá el salario de un alto funcionario puede ser 100 veces el de un obrero.
El presidente de Chile es socialista.
El legado de la dictadura es también una enorme lacra moral en la sociedad chilena, un país sometido al terror durante 17 años, y más, y que ha logrado convencer a sus capas más frágiles desde un punto de vista moral, de que la dictadura fue algo más que una máquina de crímenes y robos. Sin embargo, queda cada vez más en claro que Pinochet y sus primos argentinos tienen más de asesinos en serie, como el llamado BTK, que de hombres de estado -que nunca fueron- y que sus acciones políticas no se explican únicamente por razones políticas sino por la sed de sangre de la jauría uniformada.
En Argentina, los criminales torturaron y asesinaron a jóvenes inocentes, acusándoles de actos terroristas que nunca cometieron. Se les persiguió y asesinó y a las mujeres parturientas se les extrajeron sus hijos de sus vientres, antes o después del asesinato, para venderlos o donarlos a familias de chacales. Un sacerdote católico torturaba a inocentes recogidos en la calle y exigía rescate a sus familiares. Luego los mataba e incluía en la lista de rebeldes eliminados. Este mismo sacerdote contó con la protección de una iglesia chilena cuando el cura asesino fue descubierto.
En Chile no llegaron los generales a involucrarse en este tipo de negocios. Pero los crímenes que cometieron u ordenaron cometer los acerca mucho a los matones argentinos. Pinochet, para citar un ejemplo, ordenó decapitar a dos activistas, cuyos cuerpos fueron arrojados al jardín de la embajada italiana. Emulando a seres como Stalin o Hitler, implementó en los primeros años de la dictadura una campaña de torturas sistemáticas de la población en general -las guarniciones militares recibían cuotas de personas a las que debían detener; los detenidos no eran informados de la causa de su detención, no se inscribían en los libros, no se dejaba registro, no eran interrogados: simplemente se les torturaba toda la noche y se les echaba a la calle por la mañana. Se calcula que más de 150.000 personas fueron sometidas a torturas bajo este sistema.
La dictadura de Pinochet no se dirigía contra la gente de izquierda o los disidentes (pues también los hubo de derechas), sino contra el pueblo de Chile. El anticomunismo de Pinochet -de última hora- no era más que una excusa. Las clases altas permitieron que Pinochet custodiara sus propiedades y su orden social y político; la hiena exigió a cambió mano libre para matar y robar. Sus condiciones fueron aceptadas. Pero su anticomunismo no era político; era su manera de satisfacer sus instintos criminales, y su manera de justificar asesinatos y robos. Mientras robara y matara a supuestos izquierdistas, las clases dominantes se quedarían calladas; y si no había izquierdistas a mano, pues se les podía inventar y pegarle la etiqueta a cualquier ciudadano, como ocurrió con cientos de miles de personas en Chile. Fue el compromiso este los amos y un perro.
Mientras la sociedad chilena, y otras latinoamericanas que sufrieron esos terribles e inhumanos regímenes, sigan pensando que esas dictaduras se explican por cuestiones políticas, no se habrán curado de la corrupción moral que extendió el régimen. Aceptar que Pinochet tuvo motivos políticos para imponer su dictadura, es aceptar su propia y falsa versión de las cosas. La gente que supone que Pinochet es un personaje político cree que eso excusa sus crímenes y robos, y se colocan por ello en el mismo nivel que la hiena.
Los que protegen a Pinochet no admitirán nunca que la bestia es menos que un personaje político y más un asesino en serie con todo un país de donde extraer víctimas. Mientras no se comprenda que el ex dictador será un personaje en la historia de la criminología y de la página roja de Chile, y no un personaje político, no vivirán los chilenos en concordia.
Los que le protegen son sus cómplices.
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