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La Intuición del Mal

Ayer recordó el fiscal Félix Crous, en su alegato en la causa del centro de detención y exterminio El Vesubio, las palabras que escribiera Julio Cortázar, que desconocía. Y en el texto, Negación del olvido, de 1981, Cortázar escribió: ""Pienso que todos los aquí reunidos [en un coloquio en París, en 1981, sobre la desaparición forzada] coincidirán conmigo en que cada vez que, a través de testimonios personales o de documentos, tomamos contacto con la cuestión de los desaparecidos en la Argentina o en otros países sudamericanos, el sentimiento que se manifiesta casi de inmediato es el de lo diabólico. Desde luego, vivimos en una época en la que referirse al diablo parece cada vez más ingenuo o más tonto, y sin embargo es imposible enfrentar el hecho de las desapariciones sin que algo en nosotros sienta la presencia de una fuerza que parece venir de las profundidades, de esos abismos donde inevitablemente la imaginación termina por situar a todos aquellos que han desaparecido".

¿Creemos sentir la presencia del Mal sólo cuando no podemos explicarnos algo? La increíble cobardía, arbitrariedad y crueldad de los funcionarios de la dictadura chilena, por ejemplo, ¿se puede explicar humanamente? En la historia de la dictadura hay episodios dantescos: por ejemplo, el general Contreras, jefe de la policía secreta del dictador, no sólo torturaba y asesinaba a los detenidos, sino además, en una acción que todavía no ha sido explicada, les arrancaba los ojos; a otros les extraía las tapaduras y dientes de oro, que reducía luego para convertir en dinero. ¿Qué causa ideológica o política puede explicar estos actos? ¿Existe alguna ideología política que exija a sus seguidores la profanación de los cadáveres, la reducción de la persona considerada enemiga a la condición de cosa, o peor, de mercancía? Si los familiares y la ciudadanía se hubiese enterado entonces de estos actos, su efecto habría sido probablemente el terror, y hubiésemos podido concluir que la profanación tenía ese propósito. Pero de estos actos nos enteramos décadas después de sucedidos, gracias a la confesión de un criado del general. Su fin no era aterrorizar. Su fin era otro, y no es explicable en términos humanos.

Cuando pienso que, además, las personas a las que se sometía a estas violencias eran inocentes, en el sentido de que no eran autores de ninguna acción punible o descrita como punible en el Código Penal y, si eran culpables, no lo eran en el sentido tradicional de haber transgredido alguna norma o ley, sino simplemente porque los torturadores los clasificaban como culpables en parte para poder someterlos a esas violencias, que no tenían más propósito que la violencia misma, más allá de toda justificación ideológica o política, creando un contexto muy cercano a la psicopatología. Muchos detenidos fueron torturados y asesinados por motivos, si cabe, pueriles: por llamarse Ernesto, por llevar un jersey rojo o zapatos remendados, por ser primo de otro detenido, por mirar feo, por vivir en tal o cual barrio, o para poder robarle algún objeto, o para poder violar a alguna mujer o niño de la familia, o porque si. ¿A quién puede placer esta violencia arbitraria y estúpida? ¿A quién debes recurrir cuando se te acusa de llamarte Ernesto? ¿En qué tribunal te podrías defender? Porque quizá es posible explicar estas violencias cuando, por bizarras y crueles que sean, se ejercen contra enemigos. Pero cuando se ejercen no contra enemigos, sino contra personas detenidas sin motivo racional alguno, ¿cómo podríamos explicarlas?

En los campos de concentración argentinos se implementó un plan de apropiación de los hijos recién nacidos de las detenidas, mujeres que habían sido detenidas estando embarazadas o mujeres que quedaron embarazadas tras ser violadas por agentes del Estado. Torturadas, asesinadas y hechas desaparecer, sus hijos eran entregados o vendidos a familias militares estériles.1 En muchos casos, esos niñas y niñas, lejos de ser tratados como hijos adoptivos, fueron sometidos a increíbles violencias y maltratos. En Argentina se trata de cientos de casos. ¿Qué modelo de estructura social se puede imaginar que justifique estas aberraciones? Recuérdese que durante la dictadura miles de detenidos fueron obligados a trabajar como esclavos para instituciones del Estado. Los fascistas imaginan como ideal un estado social en el que una clase específica, definida arbitrariamente, debe ser oprimida, esclavizada, y sus mujeres tratadas como animales y eliminadas después del parto. ¿Se puede imaginar algo más diabólico que esto?

Hay otro aspecto que llama la atención en cuanto a la dimensión política de estas dictaduras. En Chile, entre 1974 y 1975 el régimen ordenó a las guarniciones militares la detención arbitraria de ciudadanos para ser torturados durante la noche y liberados, sin formulación de cargos, a la mañana siguiente. Se calcula que en ese periodo fueron torturadas cerca de doscientas mil personas. Cada guarnición debía encargarse de cumplir cuotas específicas de detenidos. Lo que llama la atención es que no se buscaba identificar a gente de izquierda para castigarla e intimidarla, lo que se podría comprender en el contexto de la violencia política que se ejerce contra enemigos o rivales políticos. En este caso, los enemigos eran todos los ciudadanos. ¿Lo eran? Los militares detenían a personas en allanamientos masivos efectuados en poblaciones pobres. Los torturados no fueron nunca personas de clase alta, sino casi exclusivamente ciudadanos humildes. La distinción entre izquierdas o allendistas y pinochetistas no era relevante para los militares. Parecen haber pensado que en tanto que pobres, eran todos simplemente de izquierdas. Así, se les torturó a todos por igual: allendistas y pinochetistas. Los enemigos eran todos los chilenos.

Esta violencia arbitraria, irracional, cruel e imprevisible es quizás una de las características de lo que llamamos la presencia del Mal. Pero otra característica es que sus autores la pueden ejercer contra sus propios seguidores, como un perro rabioso y enloquecido que ataca y devora a sus propios hijos sin ningún motivo aparente o por motivos pueriles. El Mal sólo cuida sus propios intereses, que es su reproducción como tal. Y yo creo que otra característica que refuerza el sentimiento de lo diabólico es que estas fuerzas del Mal suelen encubrirse u ocultarse en instituciones como la iglesia católica y otras, llegando a infiltrarlas tan profundamente que sus miembros (curas, obispos) llegan no sólo a justificar y defender esos crímenes, sino que a participar ellos mismos en ellos. Recuérdese el caso del cura argentino von Wernick, condenado a prisión perpetua y recluido en una cárcel bonaerense, que participaba en los operativos de la policía en los que se detenía, torturaba y asesinaba a jóvenes detenidos acusados falsamente de ser guerrilleros para poder extorsionar a sus familias antes de darles muerte. Este espantoso personaje contó con la protección de sectores de la iglesia chilena, que lo cobijó y le permitió incluso decir misa en una parroquia de El Quisco, en la Quinta Región. Ninguno de sus cómplices chilenos ha sido ni identificado ni castigado. La iglesia chilena no ha hecho nada y es probable que asistamos a misas leídas por algunos de esos demonios. El Mal se disfraza y bajo el ropaje del catolicismo integrista, oculta su verdadera naturaleza.

Para muchos, nada de todo esto, sin embargo, demuestra la presencia del Mal, vale decir, de una dimensión maligna que desconocemos y que interfiere en los asuntos humanos. Lo más lejos que podemos llegar es considerar estos casos como psicopatologías. E incluso aquellos que reconocen su pertenencia al Mal son considerados enfermos mentales irreductibles. El militar que en África llamaban el General Poto Pelao (Butt Naked) contaba que había hecho un pacto con el diablo y que por este se obligaba no solamente a considerar como carne animal a sus enemigos y comérselos después de muertos, sino además a comerse a los hijos infantes de sus propios colaboradores. Y en ocasiones salía el general a matar niños en los ríos, que eran los hijos de sus propias tropas.

Sé que a muchos les parecerán estas reflexiones generosamente medievales. "Si las cosas", escribió Cortázar en ese texto, "parecen relativamente explicables en la superficie -los propósitos, los métodos y las consecuencias de las desapariciones-, queda sin embargo un trasfondo irreductible a toda razón, a toda justificación humana; y es entonces que el sentimiento de lo diabólico se abre paso como si por un momento hubiéramos vuelto a las vivencias medievales del bien y del mal, como si a pesar de todas nuestras defensas intelectuales lo demoníaco estuviera una vez más ahí diciéndonos: "¿Ves? Existo: Ahí tienes la prueba". Sus reflexiones posteriores afirman quizás lo humano de lo demoníaco. Pero recuérdese que él se limita a la experiencia de la desaparición forzada de los que las juntas militares consideraban enemigos. Es verdad, sin embargo, que teme uno que te puedan clasificar como pensador medieval, como si el Mal hubiese desaparecido en esa época de la faz de la Tierra. Como si el nazismo, del siglo veinte, no representase la presencia del Mal.

Pero más allá de eso, cuando pienso en el Mal termino invariablemente pensando en cosas como la posesión demoníaca, que todavía nadie explica coherentemente, y especialmente una de las características de los posesos, que es hablar en arameo sin haberlo aprendido nunca. Considerando muchos casos tratados por la iglesia como casos innegables de posesión demoníaca, creo que la dimensión infernal no puede ser negada. Por lo mismo, pese a que no quiero fundar en esto ninguna ciencia política, creo que el Mal es un factor en la historia contemporánea que no puede ser desdeñado.
[La imagen es del fotógrafo Víctor Curto Frías, Bienvenido al infierno.]

Nota
1. Hace unos días el Congreso estadounidense rechazó la petición de desclasificar documentos confidenciales relacionados con la dictadura argentina. La petición se había realizado con la esperanza de poder determinar la identidad y destino de esos bebés robados. La decisión del Congreso permite sospechar que algunos bebés pueden haber sido vendidos o trasladados a familias de militares estadounidenses.

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