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Los Chicos de Soacha

[Condenaron a seis militares implicados en el asesinato de un civil inocente –un falso positivo- para cobrar la recompensa, presentándolo como un guerrillero abatido en combate. Más de 3.300 civiles fueron asesinados por este motivo. Pero las fuerzas armadas colombianas pretenden que fueron excesos cometidos en tiempos de guerra.]

A principios de junio se dictó sentencia en el juicio por uno de los chicos asesinados en el caso llamado de los falsos positivos de Soacha. Por el asesinato de Faír Leonardo Porras, un mayor y un teniente del ejército colombiano, fueron condenados a 52 años de cárcel; un cabo y tres soldados profesionales que participaron en el crimen, recibieron una pena de 32 años. El caso de Soacha se remonta a 2008, cuando familiares y vecinos del barrio de Soacha en Bogotá denunciaron la desaparición de decenas de muchachos, los que aparecieron posteriormente en las listas de bajas del enemigo, o de guerrilleros caídos en combate, del ejército colombiano. Se llama a las víctimas “falsos positivos”: civiles inocentes, no implicados en el conflicto civil en el país, asesinados por soldados y presentados, tras ser vestidos de guerrilleros y armados después de su asesinato, como subversivos caídos en enfrentamientos y poder así cobrar la recompensa y otros beneficios como vacaciones y ascensos. En la época de mayor auge de estas ejecuciones extrajudiciales durante el gobierno del presidente Uribe, las fuerzas armadas colombianas llegaron a pagar 2.500 dólares por “guerrillero abatido”. Se calcula en más de tres mil los civiles asesinados en este contexto, pero solo un puñado de perpetradores han sido llevados a juicio. En el caso de los chicos de Soacha, como en otros casos similares, los reclutadores del ejército (que recibían cien dólares por víctima) recibían instrucciones sobre a quiénes reclutar para ser asesinados, prefiriendo que las víctimas fueran vendedores ambulantes, jóvenes desempleados, drogadictos, delincuentes juveniles, homosexuales, discapacitados mentales y otras categorías de personas cuyas vidas las fuerzas armadas consideraban que eran inútiles o no valían la pena. Este tipo de asesinatos siguen ocurriendo y se inscriben en una campaña de “limpieza social” lanzada por las fuerzas armadas contra la población civil colombiana.
Faír Leonardo Porras era discapacitado mental y zurdo. Pese a ello, fue asesinado, vestido de guerrillero y clasificado como caído en combate con tropas del ejército. Prueba de ello fue el arma que los militares acomodaron en su mano derecha.
En 2008 esta práctica sistemática del ejército para engordar los logros en la lucha contra la guerrilla no era ampliamente conocida, ni lo era  su inscripción en un banal plan de limpieza social. En la época, era una hipótesis: “Se trataría de una especie de “limpieza social” en la que se mata a los muchachos –delincuentes, drogadictos o simplemente pobres– y se los presenta luego como combatientes de grupos al margen de la ley. En el lenguaje criminal esto se llama “legalizar al muerto” y es una práctica que infortunadamente algunos militares han usado para mostrar “falsos positivos” y así mejorar sus resultados operacionales, y por esta vía obtener beneficios para su carrera militar”. 
En la época, el gobierno del presidente Uribe y fuerzas conservadoras sostenían que la acusación de que las fuerzas armadas cometían asesinatos arbitrarios formaba parte de la estrategia de la guerrilla para desprestigiar al estado colombiano. Para fines de 2008, se habían denunciado 750 ejecuciones extrajudiciales, con 180 militares acusados y cincuenta condenados. A mediados de 2012, se contabilizaban 3.350 casos de ejecuciones extrajudiciales, con solo 170 fallos. “En total, entre 2002 y 2008, más de 3.300 hombres, la mayor parte de ellos pobres, desempleados o discapacitados mentales, fueron víctimas de ‘ejecuciones extrajudiciales’ cometidas por las fuerzas armadas colombianas, dicen organizaciones de derechos humanos”.

Todas estas cosas las sabíamos. Son crímenes horribles, injustificados, arbitrarios, prácticamente psicopatológicos en su origen y ruindad: asesinar a jóvenes pobres, discapacitados, enfermos mentales, delincuentes juveniles y otros en un plan de limpieza social de la sociedad colombiana en un proyecto político de espantosas dimensiones. Al mismo tiempo, las fuerzas armadas inscribían estas víctimas como guerrilleros y se embolsaban las recompensas. Era un negocio redondo. Pero cuando se destapó el escándalo, nadie defendió a los militares acusados y parecía existir un amplio consenso social en cuanto a la inadmisibilidad de esos actos. El general Freddy Padilla de León declaró en la época: “Creemos en el principio constitucional de la presunción de inocencia de nuestros hombres y guardamos la esperanza de que no sean responsables. Pero si se comprueban conductas indebidas, seremos absolutamente severos”. (Posteriormente fueron expulsados del ejército varios oficiales de alto y bajo rango). La revista Semana escribía en septiembre de 2008: “De hecho, el general Padilla envió recientemente una directiva a todas las guarniciones militares, en la que establece que las desmovilizaciones y las capturas son los primeros indicadores de éxito que medirán las Fuerzas Militares en adelante, y no las bajas, en un intento de frenar una tradición y una visión errónea que hay en un sector de los militares, que “mide los resultados en litros de sangre”. Un sector de los militares ha entendido que este tipo de “bajas fuera de combate” no sólo lesiona gravemente la legitimidad de la institución militar, sino que son obstáculo para ganar la guerra. En ese mismo sentido, el Ministerio de Defensa diseñó una política de derechos humanos que hace énfasis en el respeto a la población no combatiente. Sin embargo, o bien el mensaje no ha llegado hasta todos los batallones o brigadas, o las sanciones y los controles internos están fallando, y persiste, además de los errores, la falta de castigo a éstos. O porque hay mensajes encontrados y contradictorios en el propio seno de la cúpula militar”.
Pero hoy, según informó Los Angeles Times a mediados de junio, el presidente Juan Manuel Santos está patrocinando un proyecto de ley que, de ser aprobado, implicaría el traslado de los casos no tratados –o sea, la inmensa mayoría- a la justicia militar, lo que implicaría a su vez que esos delitos quedarían prácticamente impunes. Human Rights Watch la definió como una “amnistía encubierta”. Según el mismo reportaje, ahora las fuerzas armadas defienden a los perpetradores de esos crímenes argumentando que “las normas penales civiles no deberían aplicarse en tiempos de guerra” y proponen limitar la responsabilidad penal tanto de militares como de guerrilleros para poner fin al conflicto. La idea es simplemente escandalosa.
Los casos de los falsos positivos no pueden de ninguna manera ser clasificados como excesos que pueden cometer militares en tiempos de guerra –en el caso de que esas acciones de los militares puedan ser consideradas de tiempos de guerra o se crea que Colombia vive en estado de guerra. Estos asesinatos no tienen ni la más mínima justificación ideológica, a no ser que se ensalce la codicia como un bien moral superior cuya consecución cancela toda culpa o deuda. ¿O tienen una justificación? Aparentemente, desde el punto de vista militar eliminar a un comunista o guerrillero y eliminar a un indigente, campesino pobre, discapacitado o vendedor ambulante es prácticamente lo mismo. Un campesino pobre está siempre al borde de convertirse en guerrillero, parece decir la ideología militar. Un discapacitado mental o físico causa el mismo daño a la sociedad que un guerrillero. Como los nazis, el proyecto militar fomenta una sociedad “perfeccionada” social y física o racialmente. Es quizá por esta razón que las fuerzas armadas, después de años de silencio, han decidido finalmente defender a sus hombres. Las ejecuciones extrajudiciales de marginados y personas socialmente vulnerables pertenecen al mismo orden de cosas que el asesinato de guerrilleros o rivales.
De otro modo, este brusco cambio en la posición de las fuerzas armadas colombianas (anunciar primero severos castigos y pedir ahora su práctica amnistía) no tendría ninguna explicación, porque ninguna guerra, ninguna circunstancia excepcional puede justificar la conspiración para engañar y asesinar a un civil para cobrar la recompensa o eliminarle por ser considerado un paria sin derecho a la vida. Los soldados que cometieron esos crímenes obedecieron órdenes y recibieron una parte del botín. Pero las órdenes venían de muy arriba. El presidente Santos expulsó a casi treinta oficiales de las fuerzas armadas relacionados con el escándalo de los falsos positivos. No siguió adelante, pese a la conclusión del enviado especial de Naciones Unidas de que esas ejecuciones eran sistemáticas. Eso, en buen español, quiere decir que existía una unidad de las fuerzas armadas, o un organismo de coordinación que implementó a nivel nacional un plan de limpieza social como parte de la lucha contra las guerrillas comunistas y para lucrar, de paso, con el crimen. Pero no se ha investigado nunca ni es probable que ocurra si los casos no juzgados son trasladados a la justicia militar, que tratará de impedir a cualquier precio que se sepa la verdad.

Una cosa que no deja dormir es la espantosa falta de nobleza y humanidad en los motivos y acciones de la extrema derecha, y su virulenta irracionalidad. No he tenido ocasión de conocer a nadie en Chile que justifique que el general Contreras le sacara las tapaduras y dientes de oro a los asesinados en los cuarteles de la policía secreta como un acto necesario para los fines de la dictadura. Eso es simplemente un acto de una brutal codicia, una vileza sin nombre. No he oído a nadie defender esos actos. Nadie me ha dicho: “Los comunistas no tienen derecho a llevar oro en la dentadura, así que era justo que se los extrajera”. Nadie me ha dicho: “Los agentes de la policía secreta ganaban muy poco dinero, así que tenían autorización de ganar algo extra reduciendo bienes robados a los desaparecidos, incluyendo tapaduras”. Nadie ha especulado: “Quizá era oro robado en las iglesias, porque se sabe que los comunistas son ladrones”. Nadie ha dicho: “Torturar y asesinar a los detenidos era parte fundamental del proyecto militar”. Acá, los partidarios de la dictadura, pese a las evidencias, simplemente niegan que esos hechos hayan ocurrido. Sin embargo, creo que existe un consenso nacional de que este tipo de delitos enfermizos no tienen ninguna justificación, en ningún contexto, nunca.

Llama la atención observar la perversión del estado en otro país, que pudo ser el nuestro. Los militares colombianos proponen pasar los casos a la justicia militar en una medida que implicaría ciertamente una amnistía encubierta. Pero los crímenes cometidos por las guerrillas y los cometidos por militares y paramilitares no son comparables. No se sabe de ningún civil que haya sido asesinado por los guerrilleros para cobrar alguna recompensa, ni se sabe que hayan alguna vez considerado la implementación de un plan de limpieza social al revés, que incluyese el exterminio de los terratenientes, los policías o los ricos. Los militares colombianos no pueden pretender que asesinar a un civil con el banal y estúpido motivo de cobrar el precio de su muerte, es lo mismo que matar a un soldado en un encuentro hostil entre tropas enemigas. Los civiles simplemente no son ni pueden ser considerados como bajas en un conflicto. El pretendido estado de guerra o la seguridad nacional no se pueden utilizar como excusa para justificar ese tipo de crímenes contra civiles de la propia población. Esos civiles no pueden servir de carta de negociación al ejército –simplemente porque las personas asesinadas no eran guerrilleros ni subversivos ni terroristas ni delincuentes y no participaban en el conflicto civil. Si la izquierda colombiana, o los liberales de ese país aceptaran una cosa así, harían algo infame, que es sellar un pacto de impunidad con los criminales sobre el dolor de las familias de las víctimas.

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