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Qué Intenciones Tiene El Mercurio

En un editorial de El Mercurio de estos días el autor o autores ofrecen un análisis tan trasnochado y descabellado que no hubiésemos creído posible en estos días, pese a la ciertamente flaca reputación del periódico en cuanto a su solvencia periodística. El tema del editorial es la muerte del cabo de carabineros, Cristián Vera.
Empieza el editorialista separando este incidente de la violencia de los años de dictadura ("más allá de reviviscencias de la división que sufrió Chile en el pasado, irrumpe una violencia que desnuda las nuevas divisiones que amenazan al país, y cuya falta de resolución compromete su futuro") y afirmando, no sin cierta razón, que la violencia del 11 de septiembre también revela "la autocomplacencia y tolerancia frente a graves problemas que frustran las expectativas de los sectores más postergados".
Seguidamente, sin embargo, abandona los asomos de lucidez y, tras constatar el poderío de las organizaciones dedicadas al tráfico de drogas, que habrían impuesto en las poblaciones periféricas "la ley del más fuerte y de las mafias", el editorialista acusa a lo que llama extrema izquierda -el Frente Patriótico Manuel Rodríguez y el Partido Comunista- de haber convocado "subrepticiamente al lumpen, a los grupos antisistema y a los violentistas" ese 11 de septiembre pasado, agregando que las armas requisadas esa noche son "pertrechos introducidos por ellos [la llamada extrema izquierda] al país durante" la dictadura pinochetista.
Refiriéndose luego a la querella interpuesta por organizaciones de derechos humanos contra el ministro del Interior, Belisario Velasco, por los abusos sexuales, torturas y detenciones ilegales a que fueron sometidas algunas manifestantes por carabineros, escribe el editorialista que se trata de "acusaciones destempladas" en un intento de "instrumentalización" de la causa de derechos humanos. Mira quién habla.

El burdo panfleto editorialista no ofrece sin embargo ningún amago de demostrar la participación de las organizaciones de izquierda mencionadas y se entretiene en difundir calumnias e infamias, delitos estos que es de esperar que las organizaciones aludidas busquen desmentir y castigar en tribunales.

Pero más allá del carácter bruto del editorial, no hace el autor o autores ningún intento por probar fehacientemente estas graves acusaciones ni de buscar su demostración por vía de la lógica. En ningún lugar dice el editorialista -ni aparentemente se entera de la contradicción- por qué o para qué el Partido Comunista, que está buscando incorporarse al sistema político pese a los absurdos y poco democráticos presupuestos de la primitiva Constitución pinochetista, estaría al mismo tiempo armando a las bandas de narcotraficantes.
¿Quizá probablemente para tomarse el poder e instaurar una dictadura comunista? Un igualmente descerebrado lector de El Mercurio escribe, sobre el editorial de marras, que los marxistas están preparando al pueblo "en los principios terroristas". El descerebrado, inspirado en las instigaciones del diario, interpreta así los incidentes de la noche del 11 de septiembre: "Los jóvenes se entrenan con las armas en la calle, y ya empiezan a matar carabineros y mañana serán civiles". Patético, pero es el tipo de sentimientos (ya que será difícil llamarles ideas) que El Mercurio quiere despertar al menos entre sus lectores habituales. Porque si el Partido Comunista tiene interés en incorporarse al sistema político chileno, y nada hace dudar de ello, su colusión con el narcotráfico y la repartición de armas en las poblaciones pobres sería ciertamente la mejor manera de poner fin a sus ambiciones.
Al contrario, en una declaración pública el Partido Comunista ha negado haber convocado a esas manifestaciones nocturnas, y no tenemos motivo algún para desconfiar de esas palabras.

Los incidentes de la noche del 11 han provocado torrentes de declaraciones e interpretaciones, muchas de ellas, como el editorial que comentamos, absurdas, infundadas e histéricas.
Esa noche un carabinero perdió la vida tras ser impactado en su cabeza por lo que se cree que fue un proyectil de un arma de grueso calibre. En la población La Pintana se habían reunido varios cientos de ciudadanos para protestar en conmemoración del inicio de la dictadura el 11 de septiembre de 1973, como viene siendo habitual desde el fin del régimen. Como en años pasados, los manifestantes atacaron con armas a las fuerzas de orden, que, a diferencia de otros años, intentaron disolver a los manifestantes haciendo uso de bombas lacrimógenas y balines de goma, en lugar de balas de verdad. No se sabe que ninguna organización haya convocado a la manifestación, que como todos sabemos se ha convertido en un evento anual que no necesita que nadie lo convoque. Son los ciudadanos quienes espontáneamente salen a las calles a manifestar su repudio a la dictadura y sus secuelas.

Esa noche hubo dos incidentes previos a la muerte del carabinero. El primero fue la muerte de una bebita de tan sólo 21 días que murió asfixiada por los gases lacrimógenos lanzados por la policía y que aparentemente cayeron también en otras casas del vecindario, muchas de cuyas viviendas son endebles construcciones de madera y otros materiales improvisados. Casi al mismo tiempo, una niña de dos años y medio fue trasladada urgentemente al hospital tras sufrir varios paros cardíacos ocasionados igualmente por los gases lacrimógenos que agravaron una condición previa de dificultades respiratorias. Estos dos incidentes, que no han sido reportados por la prensa escrita (fue un canal de televisión el que informó y entrevistó a la madre de la primera víctima), ocurrieron a eso de las diez de la noche. La muerte del cabo ocurrió pasadas las once de la noche. Algunos lectores en foros en la prensa online han sugerido que algunos manifestantes tuvieron la intención de vengar la muerte de la primera víctima.
La segunda víctima salvó su vida, según las últimas informaciones publicadas (que son de hace algunos días, pues la prensa no ha vuelto a referirse a este caso), gracias a la oportuna y ciertamente valerosa intervención de carabineros, debido a que debieron entrar justamente al vecindario donde se empezaba a librar esa noche el cruento enfrentamiento que terminó con la vida del carabinero.
Sin embargo, ninguna autoridad de gobierno, ni la presidenta, se aparecieron por el funeral de la bebita. Ni nadie emitió declaraciones de ningún tipo, ni histéricas ni cuerdas, sobre ese incidente, del mismo modo que ninguna autoridad dijo nada ni se dio a interpretaciones bizarras cuando hace unos días un carabinero de ese mismo barrio mató a balazos a una niña de once años porque esta reñía con el hijo del uniformado. Nadie llamó a reformar la institución policial, nadie acusó al agente de ser drogadicto, nadie acusó a Carabineros de estar coludidos con el narcotráfico. Y nadie hizo nada. Ese carabinero fue obviamente dado de baja, pero la institución no se hace parte del juicio y en el clima de impunidad que protege a los policías, jueces alcahuetes suelen dejar a estos elementos en libertad y condenarles a penas escandalosamente ligeras.

Según informaciones de la propia policía, la bala que mató al carabinero es de grueso calibre y ha sugerido que puede tratarse de un proyectil de rifle M-16 e incluso del rifle de asalto AK-47. Sin embargo, el arma que portaba el único detenido que está acusado de esta muerte, es una pistola de 9 milímetros, que fue disparada a 62 metros de la víctima y que antes de penetrar, destruir su cerebro y salir del cráneo del policía, atravesó primero un escudo (del colega que estaba junto a él) y su casco de fibra de vidrio.
Ahora, la policía cree que, pese a lo inverosímil que suena, la bala que mató al cabo fue en realidad un proyectil de 9 milímetros. Que la policía cambie su versión de rifle de asalto a una pistola de bajo calibre, huele mal. No es creíble que un proyectil de 9 milímetros cause los estragos que causó, y menos todavía a esa distancia. Y menos que, tras cruzar esa distancia, atraviese un escudo y un casco. Simplemente, es inverosímil.
Hace mal la policía en apresurarse a encontrar un culpable. Con estas interpretaciones encontradas, pierde credibilidad. Quizás a estas alturas, lo mejor sería que el gobierno solicitara a alguna policía internacional o extranjera, como el FBI, que realizara las pruebas balísticas y otras con las que Carabineros aparentemente tiene dificultades.

Dejando de lado la inverosímil afirmación de El Mercurio, en cuanto a que el Partido Comunista se habría coludido con bandas de narcotraficantes a las que habría entregado armas de guerra introducidas clandestinamente al país durante la dictadura, que, además, las recientes interpretaciones de Carabineros echan por tierra, se ha afirmado que los ciudadanos que se manifestaban esa noche son soldados o niños soldados de las mafias santiaguinas. Estas son igualmente afirmaciones precipitadas.
Ciertamente, no es necesario que una persona sea un mafioso, y menos vendedor de drogas, para que posea un arma y dispare contra agentes de policía u otros funcionarios. Ni siquiera sabemos si es posible sostener una insinuación semejante. Y nadie se ha detenido a pensar que esa terrible fecha es conmemorada por toda la ciudadanía, de diversos modos, independientemente de la manera en que se ganan la vida. Esta fecha la recuerdan autoridades de gobierno, pero también militares, panaderos, empleadas y taxistas y, obviamente, delincuentes. Incluso se ha recordado la bestial figura del dictador en una capilla, de este modo mancillada y desacralizada, donde se reunieron varios elementos criminales de la dictadura. Nadie ha gritado blasfemia sobre ese encuentro; ninguna autoridad ha denunciado en ningún término que esos elementos criminales sigan todavía en libertad y celebrando los crímenes que cometieron.

En Chile se vive un clima de irritante y dolorosa impunidad para los militares, carabineros y civiles que, en posiciones de mando u obedeciendo órdenes ilegales, cometieron los espeluznantes y de todo punto de vista injustificados crímenes contra ciudadanos chilenos. Recuérdese que de los cientos de criminales implicados, sólo una cincuentena se encuentra en prisión. Y muchos de los asesinos encarcelados han sido condenados a penas livianas francamente insultantes.
Las autoridades de gobierno afirman a menudo que esas son decisiones del poder judicial, pero suelen callar que ese poder judicial, en particular los jueces de la Corte Suprema que dirimen en última instancia en estos casos, fueron nombrados por el presidente Lagos, que era partidario de la impunidad (y que llegó al extremo de indultar, por ejemplo, a uno de los salvajes asesinos del ciudadano Tucapel Jiménez), o fueron heredados de la dictadura militar. Es sabido que hay jueces que actúan de alcahuetas de los militares que violaron los derechos humanos de tantos miles de chilenos, y sin embargo ningún gobierno de la Concertación ha tomado las medidas necesarias para limpiar las instituciones judiciales de estos nocivos elementos. Antes al contrario.
En este contexto de impunidad y lenocinio de las autoridades con los criminales de las fuerzas armadas y carabineros, se ha apoderado de la inmensa mayoría de los chilenos la convicción de que la justicia aquí es una farsa y que la diferencia entre un agente de policía y un delincuente no es quién está al otro lado de la ley sino quién controla las armas y las instituciones para proteger sus propios intereses. ¿Quién de nosotros podría decir que no es así?
Mientras los habitantes de las poblaciones deben sufrir diariamente por igual los atracos y violencias de grupos de delincuentes y de funcionarios del estado, como carabineros y detectives, los ladrones y asesinos que forjaron sus posiciones durante la dictadura militar siguen sin sufrir castigo alguno. En este contexto, las profesiones de moralidad del gobierno y de la oposición suenan huecas. La histeria oficial no contribuye en nada a la solución de los problemas. Al contrario, los empeora. La ciudadanía necesita claramente una justicia más severa, pero quiere más severidad con todo el mundo, no solamente con las clases pobres del país. Y antes de imponer el orden en las calles, debe imponer el orden en los cuarteles y en los tribunales, cuyos pasillos todavía son recorridos por las hienas pinochetistas que antaño asolaron la patria.

Las insinuaciones de El Mercurio en cuanto a que las denuncias de abusos, apremios y humillaciones a que fueron sometidas algunas manifestantes tras ser detenidas el 11 de septiembre, deben ser igualmente firmemente rechazadas. Sólo un completo ignorante, o una persona de mala fe, puede dudar de que efectivamente las fuerzas policiales suelen violar los derechos humanos de los detenidos. En las poblaciones sabe todo el mundo que la presencia de policías, carabineros o detectives, presagia destrozos de propiedad o simples robos de artículos, que van desde objetos de uso doméstico hasta armas y drogas. La policía debe ciertamente cumplir con sus tareas, pero no puede tolerarse la impunidad con que humillan y maltratan a la gente pobre del país.
Desde hace mucho tiempo vienen insistiendo grupos de ciudadanos en la urgencia de que los institutos armados y de policía hagan suya la doctrina de los derechos humanos. Es necesario que los miembros de esas instituciones sean adoctrinados en el respeto y defensa de los derechos humanos y que se dicten leyes propias que penalicen las diferentes formas de violación de estos derechos, en conformidad con el derecho internacional.
Diga lo que diga el gobierno, es un hecho indesmentible que hasta hace algunos años, igualmente durante gobiernos de la Concertación, Carabineros llegó a alcanzar un promedio anual de 48 delincuentes abatidos a balazos en las calles, no solamente negando el derecho de todo ciudadano a un debido proceso, sino además poniendo en grave peligro la vida de civiles inocentes. Tras protestas prolongadas de la ciudadanía, y sin que nadie dijera nada, la policía dejó de matar. El gobierno todavía debe a Chile una explicación.

Resulta curioso, para decirlo generosamente, que un diario como El Mercurio acuse a los partidos de izquierda de repartir armas entre grupos de delincuentes cuando es de todos sabida su participación en el encubrimiento del asesinato del comandante en jefe de las fuerzas armadas de Chile hace más de treinta años, el general Schneider. Según las informaciones disponibles desde los años setenta, cuando una comisión del Senado norteamericano interrogó a Kissinger y Richard Nixon, y por la desclasificación de materiales confidenciales de la CIA, sabemos que el gobierno norteamericano ordenó el asesinato del general, confiando el crimen al grupo fascista Patria y Libertad y a la banda dirigida por un general Viaux. La tarea de encubrir el crimen y culpar a grupos de extrema izquierda cayó en manos de El Mercurio, que, dirigido por el arrastrado de Agustín Edwards, recibió dos millones de dólares en pago por esa misión y otras. Nada de esto es un invento y cualquier lector puede enterarse por sí mismo de la veracidad de mis dichos.
Sin embargo, este personaje deleznable, que debió ser procesado al menos por traición a la patria, no solamente no ha sido procesado nunca sino además los propios gobiernos concertacionistas se han preocupado de mantener su diario a flote, pese a su desastrosa administración, por medio de la asignación o compra de espacio publicitario. Esto realmente es una vergüenza, toda vez que esos mismos gobiernos han impedido el surgimiento de una prensa independiente, llegando al extremo de amenazar al gobierno holandés, que en su tiempo pensaba apoyar a la prensa independiente, de considerar su ayuda a periodistas libres como una intromisión en los asuntos internos de Chile.
Esto lo dice prácticamente todo sobre la naturaleza de estos gobiernos de después de la dictadura: por razones que no conocemos o que no nos quedan claras, optaron por ocupar un lugar al otro lado de la barricada, junto a los patrones que, con sus matones y chulos en uniforme, causaron y siguen causando tanto daño a Chile.

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